La Chemita y el hilo rojo.
La Chemita tiene 92 años. Vive con su hija Clara, dos nietos, y su yerno, al cual azota con sus chistes varias veces al día. La abuela Chema no acepta que la traten como tal, ni que le digan señora Chemita. Viste pantalón oscuro y una suave túnica primaveral, su rostro refleja una década menos y eso la anima a compartir secretos de belleza. Ella deja a un costado a su flaco como le dice a su bastón, para ayudar en la cocina, trasladando en una bandeja las empanadas a la chilena que Sonia y Marta elaboran entretenidas para un encuentro familiar. Al mismo tiempo María coopera con el lavado de trastes dejando escapar alguna carcajada cada vez que la Chemita cuenta alguna anécdota de las tantas que tiene por ahí guardadas. Así avanza la mañana y las empanadas se van multiplicando mientras la cocina y todos sus elementos también disfrutan de cada historia relatada por la casi centenaria mujer, que mantiene la expectación de su auditorio de forma muy profesional.
Según relataba, ella se casó con un hombre 27 años mayor, que incluso la conoció desde que nació, como que la hubiese estado engordando para comérsela. Y ¡jajajajajaja! explotaba la cocina con algarabía por su gran picardía. Luego pasó a decir que él fue un hombre bueno, que le enseñó ya de casada, los números y las letras, para que su “negra” como él le decía, fuera capaz de llevar la carnicería, del sustento familiar.
En eso estaban cuando sorpresivamente ingresó a la cocina una de las hijas de María, con un fuerte dolor en uno de sus brazos y tan animosa era la Chemita, como generosa, así que olvidando a sus oyentes se allegó a la joven para contenerla con un abrazo ya que María aún se afanaba en las ollas…la adolescente seguramente no halló gran diferencia entre aquel abrazo y el de su madre porque se entregó hasta las lágrimas. La Chemita solidaria con su angustia, muy cómplice la invitó a su cuarto para conversar la situación, mientras las demás mujeres quedaban atentas a su quehacer, porque muchos serían los comensales y nadie debería quedar sin saciar su apetito.
La abuela hizo algunas preguntas a la muchacha, quien le confidenció que la noche anterior había estado en casa de unas amigas, donde hablaron cosas que no se podían contar porque eran muy secretas.
La Chemita se puso a rebuscar hasta que dio con un rollo de lana roja, al cual le retiró una medida ya conocida, para trenzarla y colocarla en la muñeca de aquel brazo adolorido.
_ Esto te protegerá niña_ le dijo mientras le ordenaba que no debía quitárselo, hasta que se caiga por si solo aquel amuleto.
_No sabía que esto se podía hacer Chemita_ Expresó Maricela esperando un rápido alivio.
La abuela buscó una vieja y adornada caja para sacar cierta fotografía en la que se veía a varios niños jugando despreocupadamente, y pasó a decir:
_Mira, la chicuela que está ahí mirando hacia al frente, esa soy yo. Y ese día en que jugábamos muy animosos de pronto me caí sin hacer nada peligroso, causándome gran dolor en el brazo y mi madre me dijo que quizás en aquella plaza, había alguien que me había mirado con envidia y al llegar a casa me hizo una trenza roja como la que yo te puse a ti, para sanarme…_
Maricela pensó que quizás no se veía muy bien aquella llamativa lana roja en su brazo, pero era tal el convencimiento de la Chemita, acerca de que con eso todo pasaría, que aceptó no quitársela hasta que cayera por sí sola.
La abuela tomó a su flaco para regresar a la cocina; muy satisfecha de haber cooperado para que la tradición continuara su labor, pero también preguntándose a cuál de las amigas de Maricela se le regresaría el mal de ojo envidioso.
FIN
Mirna Rudolph
Lago Ranco
Chile
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